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Laconismo


No me gusta dar consejos porque me parece la más inútil de todas las cosas inútiles. El que pide un consejo nunca lo sigue, a menos que coincida con lo que estaba dispuesto a hacer antes de pedirlo. Pero alguien a quiero mucho me ha pedido algunos consejos para escribir, y algo hay que contestar. El único consejo que me atrevo a darte es que, si fueras jardinero, te diría que no te cansaras de podar tu jardín. Como eres escritor, te recomiendo que no te canses de podar tu prosa. Con lápiz en mano y sin la menor compasión, lee lo que acabas de escribir y ve si hay manera de quitarle algo. Y así, una y otra vez hasta que te sea imposible una nueva poda. ¿Te has dado cuenta de que a cualquier página de un mal escritor siempre le sobran cuarenta palabras y le faltan cuatro? Bueno, esas cuarenta y cuatro palabras justas son las que pueden diferenciar un escrito bueno de uno malo.

Evidentemente, la frugalidad de palabra es una de las cualidades del buen estilo, que sólo rehúyen los apresurados y los flojos, porque escribir corto es mucho más difícil que escribir largo. La capacidad de síntesis es una magnífica disciplina que todo escritor debe ejercitar porque, en la literatura como en la vida, nunca se peca por hablar de menos; siempre por hablar de más. Por eso, cuando escucho esos frondosos discursos políticos en los que se derrochan millares de palabras por hora para no decir absolutamente nada, no puedo dejar de pensar en los poetas, que consiguen hacer caber los pensamientos más bellos del mundo en los catorce versos de un soneto.

Y así como existen los charlatanes de la conversación, existen los charlatanes de la literatura. Seudoescritores convencidos de que con cualquier migaja de idea puede fabricarse un pan a fuerza de inyectarle palabrería. Pero el exceso de adorno es una hinchazón enfermiza del estilo y representa en el arte lo que en la vida la fanfarronada. Juan Ramón Jiménez tenía razón: “La literatura no debe vestirse como reina fabulosa. No hay belleza como la belleza desnuda”.

En mi opinión, entre todos los pueblos clásicos, los más amantes de la sobriedad del lenguaje fueron los espartanos, de cuyo nombre “laconios” viene la palabra con la que se donomina esta virtud. Cuando el rey Filipo les dirigió un largo mensaje celebrando su educación, su sabiduría y sus leyes y, después de mil palabras aduladoras, les pidió licencia para visitar su país, los laconios contestaron simplemente “no”.

Las literaturas orientales, que han escrito apólogos para todo, para este caso nos han dejado uno hermosísimo. Un emperador encargó a los sabios de su corte escribirle una historia completa de la humanidad, en la que constara todo lo importante que los hombres habían hecho desde el principio del mundo hasta aquéllos días. Los sabios, en diez años de concienzudo trabajo, consiguieron terminar una Historia Universal, en diez tomos. Pero el emperador, demasiado ocupado en amores, no tenía tiempo para leer tanto. Entonces ordenó a que aquellos diez tomos de letra pequeña y apretada fueran reducidos a uno solo de letra grande y clara. Los sabios trabajaron de nuevo y, en otros diez años de labor, consiguieron hacer caber toda su historia de los hombres en un solo libro. Pero entre las guerras del norte y las miserias del sur, tampoco había espacio para leer un libro entero y el emperador ordenó que fuera reducido a cuatro páginas escuetas, como un informe militar. Otra vez trabajaron los sabios y, cuando por fin llegaron con las cuatro páginas, el emperador estaba agonizando. “No me queda tiempo. Decídmelo en unas cuantas palabras”. Entonces el más viejo de los sabios avanzó y le dijo: “Majestad, desde el primer día hasta hoy, los hombres han trabajado, han sufrido y han amado”.