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La rosa de nuestra amistad


Soltó un grito. No fue un grito fuerte ni largo. Más bien fue un quejido de dolor, de miedo, de pena contenida… Ahí estaba ella, tirada en el suelo, agonizando, muriendo. Sus ojos estaban rojos y húmedos. Me miraban suplicantes, pidiéndome tal vez que la salvara o quizá que la matara de una vez y la dejara ir para siempre. No pude sostener la mirada y... no hice nada. Lo siento.



Pero unos años después, el día de hoy, mi mejor amiga, mi musa, me vino a visitar. Ya la sentía rondándome. Y no es que no quisiera verla, ni que no la quisiera. Es más, había llegado a amarla más de cien veces. Pero se me había olvidado lo bien que me hacía estar con ella. Juntas logramos maravillas. Desde hace meses veía señales de su presencia cada vez más cercana. Y este día hermoso, hoy, me estaba esperando. Venía decidida a hacerme frente. Yo traté de esconderme, pero no pude. Estaba ahí, en la puerta de la casa. Se paró frente a mí, con las manos en la cintura. Me clavó los ojos con tal fuerza que no pude articular palabra. Y me tomó de la mano, me llevó hasta la computadora y me dijo: “Escribe” “Escribe pronto porque no estaré aquí por mucho tiempo.” Comenzó a dictarme.

“La amistad es una rosa en crecimiento. Las flores son seres silenciosos e incondicionales que nos acompañan en la aventura de la vida. Ahí están, dándole color a la habitación, poniéndole vida. Sus formas tan distintas son capaces de enriquecer cualquier paisaje, por especial y extraño que sea. Unas tienen hojas redondas, otras circulares, otras alargadas… Son de tonalidades tan variadas que maravillan: flores blancas, rosas, moradas, rojas… ¡Qué hermoso es verlas! Transmiten paz, embellecen, te hacen sentir la majestuosidad de este mundo.

Las flores son como los amigos. Compañeros de la vida. Hermanos elegidos por nuestro corazón para formar parte de nuestras aventuras, de nuestros sueños y de nuestras locuras. Unos callados, otros sociables, unos dementes, otros cuerdos… mis amigos. Le dan color a mi alma, la nutren, me regalan sonrisas. ¿Qué puedo hacer con tanta belleza sino amarla?

Amigos queridos: los amo en verdad, con todo mi corazón. Pasó el tiempo, se me olvidó “ponerles agua”, limpiarlos, plantarlos, arreglar nuestro jardín. ¡Lo siento! Siento que nuestra rosa se haya roto. Tal vez no fue de golpe. Una rajada aquí, otra por allá y, al final, se han caído todos los pétalos al suelo. La hemos olvidado y la hemos dejado ir. ¿Qué faltó por decir, por hacer? ¿Qué monstruos habitaban nuestro interior que fuimos capaces de dejar a una rosa así, tirada, triste, sola? De verdad lo siento, por lo que a mí me toca.

Pero hoy, la rosa de nuestra amistad ha dado otro grito, ni largo ni fuerte. Fue un quejido de pena contenida y de dolor. Y esta vez sí la he mirado a los ojos. La tomé entre mis manos y la he curado. Las mismas dos personas que un día le dimos vida, tú y yo, amigo, amiga; los mismos que la vimos crecer y disfrutamos mil veces de su aroma, su color, sus risas y su alegría. Y creció y creció y comenzó a transformarse en algo tan grande y tan caluroso como el sol mismo. Esas dos personas somos tú y yo. ¿No crees, amigo, amiga, que podríamos volver a hacerlo? ¿No crees que podríamos llegar a tener un jardín inmenso lleno de rosas? Llámame, quiero verte. Escríbeme, aquí estoy. Amigo, amiga, ¿nos tomamos un café?”

Gracias, musa, mejor amiga, por venir con un girasol en la mano a hacerme notar las estrellas, a derrocharlas para que pueda sentirme abrumada y nostálgica. Tanto que pueda llorar largas horas por la rosa que dejé morir, para que el día de mañana todo se encuentre limpio y fresco para dar paso a la alegría de nuestra amistad renovada y re-plantada. Prometo regar la tierra y podar las ramas. Te amo.