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Carta a un mexicano


Querido mexicano:

Ayer la última gota derramó el vaso. Después de tantos años viviendo a tu lado, tratando de aconsejarte, de ser una herramienta útil en tu vida y de acompañarte en cada una de tus malas elecciones, hoy decidí irme. ¡Simplemente me voy! ¡Renuncio!

Me cansé de esperar a que te levantaras temprano, desayunaras algo nutritivo y te fueras a trabajar a tiempo. En vez de eso te dabas vuelta en la cama y decías: “cinco minutos” (mismos que se convertían en media hora). Después te levantabas apresurado gritando malas palabras, generalmente asociadas con tu mamá, y desayunabas una torta de tamal con atole afuera de la oficina.

Me cansé de pedirte por favor que no le mostraras el dedo medio a los conductores de otros vehículos para compensar tu impuntualidad. En vez de eso convertías el trayecto en una pesadilla, con claxonazos, volantazos y mentadas de madre para desquitarte de ti mismo y tu mediocridad.

Me cansé de aconsejarte que hicieras tu trabajo con ímpetu y seriedad, profesionalmente y con amor. Me hubiera gustado verte disfrutar de tu día, de tus responsabilidades y de tus logros. En vez de eso, te observé por años perder el tiempo en el cubículo, mirando el reloj constantemente para salir corriendo cuando llegara la hora de la comida. Por si esto fuera poco, ayer por la tarde te vi colgar la bocina a un cliente cuando no sabías qué hacer. No fuiste capaz de investigar cómo podías ayudarlo, sino que lo hiciste esperar en la línea unos minutos para que creyera que estabas haciendo algo y, después, le dijiste que debía llamar a otro número, hablar con otra persona, sólo para quitarte de encima la responsabilidad de atender a una de las personas que pagan tu salario. Fuiste a la sala de café, te hiciste tonto por unos minutos y regresaste a aplatanarte en la silla esperando la hora de la salida.

No me deleité precisamente cuando decidiste ir a tomar unas cervezas con tus amigos. Yo te recordé que habías prometido a tu hijo ir a su recital de piano, pero no me escuchaste. Al parecer, desde hace mucho tiempo, tal vez desde antes de que nacieras, mi trabajo ya era inútil y desvalorado. Llevo décadas trabajando con mexicanos como tú y ya me cansé. La paciencia se termina, ¿sabes? La vocación se muere en el intento. Trato de justificarte y entenderte cuando tomas la calle de la esquina en sentido contrario, cuando te mueres de envidia por los logros ajenos, cuando haces comentarios despectivos sobre los demás, cuando te quejas pero no propones, cuando ofendes en redes sociales, cuando te enojas e insultas al oficial que te pone una multa si te pasas una luz roja, cuando quieres que todo se te dé en la palma de la mano porque “es la obligación del gobierno ser tu mamita”…

No, por más que hago no puedo comprender tus complejos y tus arrebatos. Todo es inútil. Creo que es algo que traes en la sangre, un chip que te hace ser como eres. Eso debe ser. Tu ADN viene contaminado con clichés como “el que no transa no avanza”, “ahí se va”, “me vale madre” y “la última y nos vamos".

Miro a tu alrededor y me doy cuenta de que tienes al alcance de la mano miles de recursos: libros para leer, museos para visitar, tierra fértil, abundancia en frutos y legumbres, un corazón para amar, unas manos para ayudar a tu prójimo. Podrías ser un ser maravilloso, inteligente, culto, que se enriquece con el talento y la belleza de los demás y aporta su granito de arena para impulsar a otros. En vez de eso, eres un ser que consume programas de televisión para tarados, come masa frita en manteca, pone el pie a las personas que pasan para que se caigan e inventa chismes para “justificar” la buena fortuna de los que ves triunfar a tu alrededor. “Seguramente está metido en negocios sucios. Por eso se compró un auto”. “Es el año del bicentenario, por eso ganó Miss Universo”. “Es un pinche gachupín de mierda” Y con este último comentario no trataste de justificar nada. Salió de tu boca pues... “¡nomáaaaaaaaaas!”

Fíjate, ahora mismo llevas dos horas de atraso para la fiesta a la que te invitaron. Qué lindo. ¿Por qué si te citaron a las 2:00 de la tarde, son las 4:00 y apenas vas llegando? Y, peor aún, ¿por qué todos los demás hacen lo mismo? Mira, tu primo también está llegando en estos momentos. Todos ya terminaron de comer, pero ya te sentaste a esperar que la anfitriona vuelva a calentar la comida y te sirva. Y más vale que se apure porque ¡tienes hambre!

Qué lástima que seas así, mexicano. Mis ojos lloran por ti y por tantos otros que son como tú. Mi alma mira a tu país con tristeza, porque me doy cuenta de que no vas a cambiar. Se te va a ir la vida en alcohol, fiestas, desgana, complejos y billetes de lotería. Tal vez se cumpla tu sueño de hacerte rico y no tener que trabajar nunca más. ¿Te das cuenta? No se va a poder lograr un cambio verdadero en tu patria, a la que dices amar, mientras sigas con los ojos vendados ante la belleza de sus tierras, la hermosura de su música, la ricura de su maíz y la cultura de la que eres parte. El trabajo, la honestidad, la puntualidad, la ética, el civismo y las frutas no hacen daño. Créeme.

Me voy. Tal vez ni siquiera notes mi ausencia, por eso te dejo esta carta. Ah, ¡pero claro! Qué ilusa soy. Seguramente ni siquiera la vas a leer. “¿Leer? No, qué flojera”. Adiós, mexicano. Sigue mentando madres, chingando, mandando a la chingada y siendo un chingón y un grandísimo cabrón. Que estas fiestas patrias bailes y tomes mucho, que te pintes la cara de verde, blanco y rojo y le muestres al mundo tu orgullo de ser mexicano. Al fin y al cabo, parece que eres muy feliz.

Hasta nunca. Atentamente:
Tu conciencia.