Banner

Banner

¿Quieres jugar?

Nuevamente mi idealismo provocándome reflexiones. Debo confesar que este tema me causa mucha confusión y unos dolores de cabeza terribles. Siempre he estado obsesionada con él. “Cuando menos caso le hacemos a alguien, más atención nos presta.” Y viceversa. Sí, muchas personas parecen estar seguras de que para tener la atención de alguien es necesario llevar a cabo un plan macabro, una estrategia, como cuando se juega al ajedrez. La “sabiduría” popular nos anima a que nos relacionemos de esta forma. El otro día estaba hablando con unas amigas y todas comenzamos a relatar nuestros problemas amorosos al más puro estilo de reality show. No divulgaré historias ni nombres con el fin de que ellas no me odien profundamente y de que no se propongan no hablar nunca más en mi presencia. Pero vamos al tema. Cuando una de ellas contó su historia, tuvo lugar el Consejo de las reinas sabias, lo que suele ocurrir en estos casos. Cada una de las damas de la mesa redonda, copa en mano, dio su veredicto con respecto a lo narrado con base en su experiencia. De esta manera, se desarrolló una sucesión de consejos consistentes en subrayar la falta de estrategia de la chica escaldada. “Nunca puedes demostrar del todo lo que sientes”. “Hay que guardar cartas en la manga.” “Cuando te mande un mensaje, no le contestes al momento, respóndele veintisiete minutos después. “Si te llama por teléfono, no respondas a la primera llamada. No vaya a ser que te note ansiosa.” “Paséate delante de él con indiferencia por la casa, aparenta que no te importa en lo más mínimo su presencia y, si puedes, mejor vete. Que te eche de menos.” “Finge que ya no lo quieres tanto para que trabaje por ti.” “Hazle creer que te importan un rábano sus sentimientos y oculta los tuyos para que no crea que eres débil.”

Todas esas frases que con mayor o menor fortuna la mayoría de nosotros hemos tenido la ocasión de escuchar de la boca de algún amigo o conocido, y que te hacen sentir como si todo el mundo tuviera bien aprendidos los secretos ocultos del amor, pero tú hubieras faltado al colegio el día que lo explicaron. El mundo de las relaciones personales se ha transformado en un tablero de ajedrez a gran escala en el que si no tienes estrategia, estás jodida. Es así de simple. Los sentimientos, el amor, las relaciones sanas, el respeto a las personas, la empatía, el valorar la sensibilidad, la honestidad, la verdad… Todo esto debería bastar. No mirarnos constantemente el ombligo, ser coherentes. Pero en vez de esto, el ser genuino queda sepultado bajo un tablero y unos dados, en un marco en el que lo único relevante es ganar, no perder. Y para ganar, si es preciso, se pisotea al adversario. Pisotear antes que ser pisoteado. Son las reglas. Y lo peor es que socialmente las aceptamos. Validamos el hecho de hacer de las relaciones un juego. Por este motivo, aún a pesar de ser la víctima, todo el mundo se dispuso a hacerle responsable a la chica en cuestión de lo que le sucede, por demostrar sus sentimientos a su pareja y “estar disponible siempre.” Al fin y al cabo, era su labor haberse protegido mediante una buena estrategia de las malas artes de su marido.
Porque, eso sí, se supone que “jugamos”, es indefenso, no hace daño. Disfrazamos lo que sentimos bajo planes bien conformados para protegernos. "En el amor y en la guerra todo vale”, dicen. Y en los juegos, realmente, lo que se produce a fin de cuentas es una pugna por el poder. Se trata de establecer una competitividad para conseguir dominar al otro. Hacerle morder el polvo, sudar frío, perder. A mí esto me parece muy bien si nos sentamos a jugar dominó, pero no tanto cuando lo que intento es relacionarme con un hombre al que amo. ¿Qué quieren que les diga? Así de rara soy yo, no me gusta que haya competitividad en mis relaciones ni que el hombre de mi vida me esté mareando la perdiz y ser yo la culpable por no tener un “plan de batalla”, por no ignorarlo, por quererlo abiertamente, por desear estar con él. ¡Pero si no es una guerra! ¡Es el amor! En las relaciones sinceras no deberían desarrollarse estructuras de poder, de desequilibrio entre dos, sino leyes igualitarias, que es lo que se consigue cuando se alude a la estrategia. Sobre todo porque es lo que vamos proclamando para hacernos los interesantes y queremos pasar por muy modernos y abiertos cuando hablamos de temas tan mundanos y cotidianos como la violencia de género. De hecho, con esta cultura de estrategia se fomenta, precisamente, una permisividad insana a dañar sensibilidades. Es decir, que los individuos de la era moderna, por mucho que vayan por ahí alegando con la boca bien llena que tienen relaciones serias, duraderas y basadas en el amor, en el fondo se mueven por principios estratégicos de poder en los que es completamente válido dañar, con el fin de proteger nuestros propios sentimientos. Aún a costa del dolor ajeno, claro está, pero eso es lo de menos. A mí, ¿qué mierda (perdón) me importa herir los sentimientos de la persona amada si yo me salgo con la mía?
Probablemente, todo sería mucho más sencillo si nos encargáramos de olvidarnos del tablero y de reivindicar la sinceridad y la coherencia sentimiento-pensamiento como única estrategia. Pero, claro, eso supondría que somos adultos maduros y consecuentes que no tienen miedo a ser heridos. Y la mayoría de nosotros no somos más que niños asustados. Mientras no dejemos de aferrarnos a nuestros juegos de mesa, nunca nos relacionaremos con responsabilidad. “Aunque desees estar con esa persona, mejor ve a otra parte, para que él se interese más por ti.” Pasarás un buen rato con los amigos, eso es indudable. Pero, ¿por qué tengo que privarme a mí misma de estar con quién quiero estar? ¿Por estrategia? ¿Hasta qué punto es ético hacer de los sentimientos un juego? ¿Hasta qué punto es sano para nosotros mismos fingir que somos muy interesantes y negar el amor? Y por otra parte, ¿quién me garantiza que la otra persona va a pensar ó a sentir lo que yo quiero que piense ó sienta con mi comportamiento? Esto no es algo nuevo. Llevo años (muchos años), intentando negar lo evidente. Allá por el pleistoceno me dijeron por primera vez aquello de “para que Fulanito te haga caso tienes que hacerte la dura, hacer como que no te importa na-di-ta. Y yo, que soy naturalmente ingenua, no lo voy a negar, pensé: “Eso ocurrirá con determinadas personas, pero no con la mayoría. Las personas no podemos ser tan rematadamente estúpidas. (Ok, pueden pensarlo: “Ita, pobre ilusa. Es linda, ella, pero tontita). Porque, seamos francos, lo ideal debería ser que hiciéramos caso a las personas en la medida que éstas nos hagan caso a nosotros. Pero desgraciadamente, en el mundo real no funciona así. Es decir, si yo llamo por teléfono a Fulanito veinte veces y no contesta ni una sola vez, ¿qué sentido tiene que lo llame otras veinte? Ninguno. Y, sin embargo, me angustiaré y me empecinaré y me obsesionaré de tal forma con la idea de que me haga caso, que lo único que me importará en la vida en ese momento será que Fulanito, el cabrón de Fulanito, me conteste el teléfono de una vez. Así que insistiré y Fulanito habrá conseguido precisamente lo que quería: que yo me muera por sus huesos y que caiga rendida a sus pies sin haber movido un dedo, haciéndose el ofendido e ignorando mi existencia.
Lo peor es que la función inversa también es muy real: cuanto más caso nos hace alguien, menos atención le prestamos a esa persona. Si otro Fulanito, por casualidad, nos dice que nos ama, que nos quiere poner una casa en donde vivir juntos por siempre y en la que seremos su prioridad, la única emoción que se despierta en nosotros es flojera y llegamos a pensar que sí, que efectivamente Fulanito nos quiere mucho, pero por eso mismo no nos interesa. Es decir, cuánta más atención me prestas menos me atraes. No quiero estar contigo porque me amas mucho. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Dónde están las neuronas en nuestros cerebros? Ecooo, ecooo… Esto es un poco masoquista. Si fuéramos personas sanas y equilibradas que toman All Bran todos los días, nos daríamos cuenta de que lo más normal, lo mejor para nosotros, hasta por instinto de preservación, es elegir lo que nos ayuda a sobrevivir, no lo que nos destruye. Lo mejor es que le hagamos caso a quien nos hace caso y en la medida que nos hace caso. Lo que viene siendo un estado de reciprocidad entre dos seres humanos. Y quien no nos hace caso ó es indiferente y frío con nosotros ó nos niega un abrazo y un beso, que pase a mejor vida y se vaya a su pantano de miseria a lastimar a otros.

Pero al parecer, ponerlo difícil atrae amores eternos potenciales, que encuentran en eso de que parezcas un témpano de hielo algo hermoso. “Oye, mi amor, voy a alquilar una avioneta y voy a escribir tu nombre con humo en el cielo, así te llames Francisco de Asís y de Jesús Fernández de la Piedra y Estevez y tenga que pintar todo el cielo. Lo haré para demostrarte que te amo para que al fin dejes de hacerte el duro. O con el fin de que me perdones algún error que haya cometido. Eso sí, cuando al fin haya podido conseguir tu atención ó me hayas perdonado, entonces tendré que ignorarte por completo para que me ames y me busques y me llames. Es que el mundo es así. A pesar de esta teoría lanzada ahí, al aire, con la esperanza de que alguien entienda lo que estoy diciendo, siempre habrá quien no quiera ver más allá y continúe promoviendo que la mejor manera de mantener el interés de alguien es no haciendo caso al objeto de nuestros deseos, fingir desinterés. Y lo dirán creyendo que es un juego inofensivo, así como muy divertido, como si no escondiera en su dinámica algo más profundo. No obstante, yo lo tengo muy claro: en el momento en el que para atraer la atención de una persona tienes que "ponerte tus moños" e ignorarla, obtener la atención de esa persona debería dejar de interesarme. Porque no es sano. Y porque creo que todos nos merecemos que nos valoren por el amor que damos, no por el que no somos capaces de dar.