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Corazones sonámbulos


A veces encontramos en la calle a algún ser de semblante pálido, ojos opacos y mirar sombrío. Independientemente de su posición económica o de su ropa, que puede estar limpia e irreprochable o sucia y raída, se advierte en su persona un gran descuido. Camina muy lentamente, como abstraído de la realidad, todos sus actos revelan una gran indiferencia, parece que no se fija en nadie ni en nada y, si alguien le habla, contesta maquinalmente. Tal vez se trata de algún amigo y corremos para saludarle:

-¿Cómo estás? –le decimos con efusión.
-Bien.
-¿Qué heces?
-Nada.
-¿Estás enfermo?
-No.
-Llevaba mucho tiempo sin verte.
-Estaba fuera de aquí.
-¿Tienes problemas? ¿Puedo ayudarte?
-No, gracias. Te dejo porque tengo una cita.

Y sin palabras, nos deja plantados en medio de la calle. Entonces nos alejamos murmurando: “¡Que se vaya al diablo el orgulloso!” Volvemos a encontrarlo otro día y, al acercarnos, apenas nos responde. Esto se repite varias veces, crece y aumenta nuestra frialdad hasta que, casi sin notarlo, pasamos a su lado sin tomarlo en cuenta, como si aquél amigo o viejo conocido hubiera muerto.

Efectivamente, ese hombre ha muerto para la vida social. Probablemente de uno modo relativo y transitorio, pero también podría ser que para siempre. ¡Cuántos hay que mueren a los treinta años y son enterrados a los ochenta! En cualquier caso, nuestro juicio ha sido erróneo y él no merecía nuestras calificaciones ni nuestros desdenes porque, ¿conocemos realmente su vida y sus sentimientos? ¿Qué sabemos sobre lo que ocurre en su alma?

Ese ser está pasando por una prueba muy difícil. Lleva el corazón clavado con tanta fuerza a una cruz que su mente es incapaz de liberarlo. Está combatiendo con las pasiones, pues no sólo se lucha en los campos de batalla. Es un soldado que se bate contra la miseria, contra el hambre de su familia y sus hijos, contra la ruina de esperanza y de éxitos, contra un amor imposible, los celos, remordimientos, rechazo, discriminación ó intolerancia, enfermedades que no tienen cura o dolores, desesperaciones y agonías inexplicables. Esas son las luchas tremendas, y los combates oscuros y sin nombre. ¡Cómo disculparíamos ciertas faltas si pudiéramos ver en el fondo su origen verdadero!

Pasan uno o varios años y ya hemos olvidado a aquél “amigo” cuando, un día, llega a nuestras manos un periódico y nuestros ojos se fijan por casualidad en una esquela que nos anuncia su muerte. La noticia es breve y seca. El gacetillero es como el sepulturero: está acostumbrado a las defunciones. Por lo mismo, habla de la muerte de las personas con frialdad, sin importar que el suicidio, el alcohol o cualquier otra cosa, haya sigo la causa. Cae en su mesa de redacción una tarjeta de duelo enviada por la familia, contando todo sobre la enfermedad del difunto, sobre los detalles de su muerte, sobre sus cualidades…

-¡Vaya! –dice el reportero-. Aquí tenemos un párrafo.

Y después toma la pluma y tacha, dejando sólo lo “sustancial”, es decir, el lugar, el día, la hora de la defunción y el nombre del ser fallecido. Para él, nos acontecimientos sociales son sólo párrafos, nada más. Una boda es igual a una muerte; una función a una catástrofe. Todos son asuntos para unos cuantos renglones que, en extractos, deben explicarse brevemente. Tiene bajo su pluma los pulsos de la vida en sus múltiples manifestaciones, pero siempre es indiferente. Nos entristecemos a pesar de su laconismo e, inmediatamente, nos llama la atención el párrafo siguiente, que habla sobre una fiesta a la que no hemos sido invitados. La vanidad, entonces, nos hace olvidar el asunto.

Qué triste es la desaparición de un ser a quien cubrirá de un modo absoluto el olvido. Se acaba una vida más y ¿a quién le importa? Si para nosotros, que lo habíamos tratado, no queda nada, ¿qué puede quedar para la altiva indiferencia de los demás? Y, sin embargo, la existencia de aquél soldado vencido era digna de conocerse, siquiera por lo que la gente llamaría “extravagante, extraña”. Extraña es, en efecto, para nuestra sociedad, la vida del corazón. Y, ¿cómo no ha de serlo, cuando el amor, casi por todos, se considera ya como un mito?

Por eso es que yo, que conozco a uno de esos “corazones sonámbulos”, me decidí a narrar su historia en estas breves líneas. Lo admiro profundamente porque ha dado su vida por una pasión. Es un combatiente que aún vive, sufre, espera, trabaja y cree. Aunque trata a toda costa de abreviar el tiempo y la existencia. Camina por las calles buscando una imagen que le recuerde a la mujer que la muerte le ha arrebatado. En ocasiones bebe incontrolablemente buscando el olvido y, mientras todos le reprochamos sus excesos, él sigue idolatrando la mirada que ya no puede ver. Entra a un teatro, se sienta lejos de todo el mundo y lo único que hace es devorar con la mirada a cada mujer hermosa que pasa. Desea poder hallar alguna semejante a la que lleva impresa en el corazón y grabada en sus recuerdos. Y al no encontrarla, porque no puede encontrarla, huye rápidamente del lugar apenas terminado el primer acto. Se encierra a llorar su pena durante algunos días y, cuando ha recobrado fuerzas, sale nuevamente a la calle. Vuelve a buscarla, a sufrir, a desesperarse, a sumirse en la depresión, a aislarse…

Es esa su lucha diaria. ¿Vivirá así por siempre? ¿Alguna nueva pasión encenderá la sangre de sus venas? ¿Un nuevo sentimiento lanzará alguna vez de su alma la imagen de ella? El sostiene que su espíritu ya no puede sentir, que anda entre los vivos como un muerto, que no amará nunca más. Y jura fervientemente que su vida será un culto perpetuo para aquel amor. Yo lo dudo, por lo voluble del corazón humano. También porque naturalmente renovamos nuestro pensamiento con el paso del tiempo, nos curamos. Una pasión viviendo por una idea, un amor eterno que se alimenta de sí mismo, un alma que se consume por el recuerdo de otra alma. Me parece grande hasta pensarlo. Jamás lo he encontrado en la vida, sino sólo descrito en las novelas. Por eso vivo pendiente de este personaje, observando su existencia con verdadera curiosidad.

Invito a los que así lo deseen a comprender que dentro de cada ser hay una historia, un dolor ó una alegría. Invito a los que así lo deseen a no considerar su verdad como absoluta y a no derrochar palabras que juzguen ó descalifiquen. Mi amigo Pablo siempre decía, con la boca llena de razón: "Hablar mal de los demás habla mal de uno mismo." ¿No creen que el mundo sería mejor si aprendemos a respetar y a comprender a nuestros semejantes? Después de todo, todos hemos tenido el corazón sonámbulo en alguna ocasión, ¿o no?