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Saudades


Este cuarto es muy oscuro; no puedo verte. Las sombras me rodean y escucho un sonido muy cercano. Se que eres tú porque reconozco tu quejido. Me acerco poco a poco y me recuesto a tu lado. Te tomo de la mano esperando darte consuelo y alivio, pero lo único que puedo hacer es acompañarte. Al cabo de un rato te calmas. Repentinamente la vida se aclara; ya no es tan gélida esta habitación. Estamos juntas.

Una luz fugaz ilumina de pronto todo, y solo ese momento me basta para distinguir los objetos que nos rodean: la cómoda vieja; sobre ella, tu virgen del Carmen; junto a la ventana, el sofá de madera en el que siempre te sentabas a tejer y a ver la televisión; en la pared, la fotografía de tu madre y, claro está, la puerta corrediza que tantas veces me cerraste por las noches para que me durmiera. Todas las cosas que forman tu hogar, porque están impregnadas con tu presencia. Las vislumbro y en ese segundo me siento segura.

Se oyen gritos y carcajadas a lo lejos. Son nuestros vecinos que llegan de una fiesta. Ahora son ya unos jóvenes, pero siempre los recuerdo como los niños que salían a jugar conmigo después de la escuela. Y entonces, con telepatía, me empiezas a platicar tus aventuras: puedo verte junto a tus hermanas, riendo y conversando. Después evocas la figura de las monjas en la escuela, a las que tantos dolores de cabeza les diste. Y las clases de inglés que te servían como pretexto para salir a la calle. ¡Qué lejano parece lo que me cuentas! Sin embargo, puedo ubicarte sin dificultad en todas esa peripecias. Si, en el fondo sigues siendo la misma niña traviesa y alegre. El ruido del exterior ha menguado. La memoria ha vencido al miedo y la tranquilidad se posa junto a nosotras. Lentamente caes en un sueño profundo. Puedo oir tu respiración.

Me despierto sobresaltada; miro el reloj y me doy cuenta de que ya han pasado varias horas. Sigues dormida. La luz tenue te toca suavemente. Te observo con detenimiento, quizá por primera vez en muchos meses. No comprendo nada. ¿En qué momento dejaste de ser una mujer lozana? ¿Cómo es que de repente estás tan débil, tan decaída? Siento como si regresara de un largo viaje y te encontrara de pronto viejita, enferma y cansada. No se supone que fuera así. Que yo recuerde, tu papel siempre había sido protegerme; el mío, refugiarme en tí. Me cuesta trabajo ver que las posiciones se invierten. Escucho interiormente un estruendo de cristales estallando; es una quimera que en este instante llora sus verdades. La angustia invade mi cuerpo como un gas helado que se filtra por mis poros hasta llegar al torrente sanguíneo y que, latido a latido, se esparce a cada célula. Me estremezco.

Ya ha amanecido y el resplandor matutino me trae la vigilia. Me levanto y percibo en tu cara la tristeza. Tus facciones se vuelven transparentes y me dejan ver la gran batalla que se libra en tu interior: te sientes despojada y tus reacciones brincan del amor a la desilusión; de la resignación a la angustia; de la aceptación al odio. Encarar este día te pesa tanto que ni siquiera tocas tu desayuno y apenas abres los ojos. Nadie puede acompañarte ni padecer por ti. Las personas que te amamos te consolamos, pero ninguno puede relevarte para que tengas una tregua. Imposible.

Tus pisadas interiores se oyen alejarse por el corredor. Cada vez más suaves. Te detienes. Entonces cobras fuerzas y te despides. Me gustaría tener en mis manos elementos que pudieran darte paz y, más que eso, quisiera poder cambiar el destino. Desgraciadamente, lo único que puedo ofrecerte es un “adiós” y todo mi cariño. Cierro los ojos e imagino que, a cada zancada, la vida te saquea. Un paso: tu familia. Otro paso: tu salud. Otro paso: la esperanza. Otro… qué bueno, ya no se escuchan más.

Las lágrimas brotan a chorros rompiendo la presa que las contiene y arrasan todo lo que encuentran. No puedo parar, experimento un gran dolor y no puedo detenerlo. ¡Cómo quisiera que essto no fuera más que una pesadilla! Pero el desenlace final no cambia nunca a pesar del dolor.

Han pasado ya varios días e incontable llanto. Tu ausencia abarca cada rincón, cada situación, cada objeto, cada emoción. Mi mirada se pierde en la infinitud de la ventana, mientras contemplo la impotencia de mis actos. Los árboles del patio me recuerdan que la vida no permitió que todo fuera diferente. Tú, simplemente, ya no barrerás sus hojas caídas. Nunca sospeché la intensidad de estas sensaciones. Me desgajo, me rompo, y no sé si alguna vez mis partes volverán a estar unidas.

Este cuarto es muy oscuro; no puedo verte. Las sombras me rodean y, sin embargo, la luz matinal resplandece afuera. El alivio que me queda es el amor de los seres queridos, en medio de la soledad del sufrimiento. Repentinamente la vida se aclara; ya no es tan gélida esta casa. Estamos juntos.